En la infancia somos prácticamente incapaces de ver características no agradables de nuestros cuidadores. Idealizamos a nuestras primeras figuras de apego –normalmente mamá y papá– percibiéndolas perfectas, buenas y poderosas, para poder vincularnos a ellas y mantener una relación que nos proporciona seguridad y cuidado, y que necesitamos para sobrevivir. Salvando a nuestras figuras de referencia nos protegemos, ya que percibir cosas que nos hacen daño o nos generan rechazo supondría poner en riesgo el vínculo del que tanto dependemos, generándonos mucha angustia y malestar.
La idealización es un mecanismo adaptativo que se pone en marcha desde que nacemos en todos los seres humanos, de manera natural e inconsciente, y que nos ayuda a sobrevivir en las primeras etapas de nuestra vida.
Conforme vamos creciendo, en un entorno familiar saludable, comenzamos a ver de una manera más realista a esos cuidadores que antes idealizábamos: nos permitimos ir viéndolos más humanos, con sus virtudes, pero también con sus defectos, o con aspectos que no nos gustan o nos dañan. Este proceso supone dar paso al duelo de esa relación tan importante, así como despedirse del vínculo que realmente nos hubiese gustado tener, ya que todos/as vivimos faltas y anhelos en las relaciones con nuestros padres: aquello que no nos dieron, aquello que nos hicieron sentir, esos momentos en los que no estuvieron, todas aquellas cosas que hicieron o dejaron de hacer…
Cuando, por diferentes motivos, no podemos hacer este proceso de “des-idealización” de nuestras primeras figuras de apego, esto también suele extenderse a las relaciones que mantenemos en el presente en nuestra vida adulta, no permitiéndonos ver a los demás como realmente son, si no como necesitamos o anhelamos que sean, es decir, relacionándonos con una fantasía propia.
Como decíamos, idealizar a los demás nos protege de todas las emociones que nos generaría verlos de verdad. Si hemos crecido en un entorno donde ha habido daño, abuso o negligencia por parte de nuestros cuidadores, probablemente nos resulte más complicado realizar este proceso. Bajo la idealización, pueden esconderse diferentes emociones hacia un cuidador que no supo estar, ver, dar protección, voz o espacio al niño o niña que fuimos.
Poder hacer este proceso de aceptación de aquello que nos dañó, una vez somos adultos y tenemos recursos y capacidad para gestionar el malestar, la frustración, la decepción o el daño –lo que en la infancia no pudimos hacer– nos permitirá sanar esas heridas y relacionarnos de una forma más real y consciente con los demás.
Todo esto es un proceso complejo, te animamos a hacerlo acompañado/a de un profesional.