Los seres humanos, desde nuestra más temprana infancia, organizamos nuestro mundo en relación al reconocimiento de los demás: la relación con los otros significativos (padres, hermanos, profesores) estructuran nuestro modo de desear, amar y relacionarnos. Para constituir nuestra personalidad, necesitamos adaptarnos a lo que nuestras figuras importantes desean de nosotros/as, necesitamos ser su objeto de deseo y sentirnos elegidos por ellos/as.
En un primer momento, hacer lo que los demás desean que hagamos nos permite sentirnos reconocidos/as y queridos/as. Esta es la forma que encontramos de darle un sentido a la vida, encontrar un lugar en el mundo y organizar nuestra realidad, que en un principio aparece de forma caótica y desorganizada.
Como decíamos, esto sucede en una primera etapa de construcción de nuestra identidad en la infancia. Conforme vamos creciendo, transitamos una segunda etapa, que suele comenzar en la adolescencia y que nunca termina del todo. A lo largo de esta etapa podemos empezar a preguntarnos sobre lo que somos, el lugar que ocupamos para los demás, y los ideales que han recaído sobre nosotros/as. Hacernos estas preguntas nos permite poner en duda las demandas y mensajes que hemos interiorizado y a las que –inconscientemente– respondemos para sentirnos amados/as y reconocidos/as.
Así, nos permitimos adentrarnos en nuestra propia singularidad, y escoger con qué partes queremos quedarnos y con cuales no: “¿esto es lo que quiero yo o esto es lo que imagino que quieren de mí?”
Decimos que esta etapa nunca termina del todo porque, al estar en constante relación e interacción con los demás, inevitablemente estamos influidos/as por los/las que nos rodean. En la interacción con los demás se pone en juego constantemente quiénes somos, lo que queremos ser para las personas que nos importan, la imagen que queremos proyectar y la mirada que se nos devuelve. Nos importa lo que piensan los demás de nosotros/as, porque dependemos de ellos/as, queremos ser queridos/as y aceptados/as, y vivimos en red y en sociedad.
Ahora bien, en la medida en la que más conectados estemos con nosotros/as mismos/as y nuestros deseos y necesidades, y hayamos trabajado nuestra historia familiar e individual, más fácil nos resultará relacionarnos con otras personas diferentes a nosotros/as manteniendo nuestra esencia y quiénes somos, no perdiéndonos en el encuentro con el otro.
Esto es gran parte del trabajo que se lleva a cabo en un proceso de terapia: se hace un recorrido por nuestra historia y nuestras relaciones significativas para poder cuestionar los ideales y mensajes que se nos han transmitido, y construirnos de una manera más propia y elegida.