Hoy vamos a reflexionar sobre uno de estos verbos que se conjugan más fácil de lo que se ponen en práctica: perdonar. Todas las personas hemos sufrido daño en algún momento, provocado por otros y a veces por nosotros mismos. Infidelidades, decepciones, trato inadecuado, incomprensión… Cuando nos sentimos dañados, ponemos en marcha aquellos procesos psicológicos que aprendimos a emplear en situaciones similares. Habrá personas que de manera automática reaccionen devolviendo el golpe, otras, se enfadarán y lo expresaran con palabras o actos y para otras se someterán.
En cualquier caso, sufrir un daño abre un proceso interno más o menos complejo en el que la persona puede debatirse entre quedarse instalada en el rencor y resentimiento o tratar de perdonar o perdonarse, es decir, aceptar aquello que dolió y continuar viviendo con la mayor calma interna posible. En último término, esta decisión es personal para cada uno.
Cuando llevamos a cabo un acto de perdón, estamos dándole un lugar distinto a lo que nos sucedió a nivel interno. Más allá de que comuniquemos o no nuestra decisión de perdonar, supone haber desarrollado un proceso personal complejo.
Como punto de inicio, perdonar supone aceptar que algo dañino nos sucedió y por tanto, nos obliga a percibirnos a nosotros mismos en esa posición vulnerable de víctima. Desde este punto, podemos sentir las emociones que nos despierta lo que vivimos, rabia, tristeza, desesperanza, frustración, etc.
Una vez hemos atravesado este lugar, cargado de sentimientos y estados internos desagradables, podemos querer abandonarlo, salir de la rabia, la tristeza, la impotencia, para ocupar una posición distinta en nuestra vida, dejando atrás este suceso. Como todo lo que dejamos atrás, este tránsito implica un duelo, abandonamos las opciones de elaborar de una manera distinta lo que vivimos, la posibilidad de venganza o de recibir una reparación por lo que pasó. A cambio, el perdón nos abre la posibilidad de dejar atrás lo vivido y abrirnos con mayor libertad a las nuevas experiencias.
En ocasiones, el perdón puede ser una opción mucho más difícil, como cuando sentimos que podemos ser desleales a personas que queremos o a nosotros mismos si abandonamos el rencor, cuando el daño es tan intenso que provoca una herida profunda, cuando somos testigos de un daño a otros que son importantes… En estos casos puede ser necesario aceptar la convivencia con algo que no perdonaremos nunca, sin castigarnos por ello.
Como vemos, perdonar es un proceso con uno mismo más que con la persona que nos daña. No supone negar, minimizar, ni olvidar, sino la fortaleza de aceptar y dejar atrás para poder seguir de una manera más confortable.