Algo que nos encontramos a menudo en nuestra consulta, con las personas a las que acompañamos, es el sentimiento de culpa al hablar de las relaciones con los padres, con los hermanos y hermanas, al cuestionar las dinámicas familiares.
A nivel social y cultural, existen muchas creencias arraigadas acerca de la familia y de cómo debe ser su funcionamiento: “en la familia todo se perdona”, “la familia es lo primero”, “la familia debe de estar siempre unida”. Estos mensajes pueden generar culpa al sentir que no encajan con la realidad que vivimos, nos hacen preguntarnos si quizás hay algo que estamos haciendo mal, o si hay cosas que no deberíamos pensar o sentir.
Lo cierto es que los seres humanos, desde que nacemos, somos dependientes de nuestros cuidadores por un largo periodo de tiempo, necesitamos a esas figuras que nos cuidan y se encargan de nuestra supervivencia, ya que solos no podríamos salir adelante. Así, constituyen nuestro lugar de seguridad y protección. Como dependemos de ellos, lo natural, y que ocurre de forma inconsciente, es idealizarlos y convertirlos, en nuestra mente, en figuras que son capaces de hacer frente a cualquier situación, capaces de solucionarnos la vida pase lo que pase. Esto nos protege de la angustia que nos generaría ser conscientes de que nuestros padres son personas, a veces tan vulnerables como nosotros. Además, es habitual que nos sintamos en deuda con ellos, que sintamos que somos lo que somos hoy gracias a ellos, a todo lo que nos han dado.
Esto tiene una parte de verdad, en la familia construimos nuestra identidad, quienes somos en el presente. La mayoría de padres o cuidadores lo hacen lo mejor que pueden en las circunstancias en las que se encuentran, con unos recursos determinados y con una historia de vida particular, pero puede que para nosotros, aún así, lo que hicieron no fuese suficiente o, por el contrario, fuese demasiado. Por esto, a pesar de no haber tenido unos padres negligentes, violentos o abusivos, es también natural que sintamos enfado, resentimiento o distancia en determinadas relaciones familiares. En otras ocasiones, son acciones negligentes y tratos poco empáticos, incluso dañinos y traumáticos, los que han ido construyendo una identidad sufriente que, puesta a funcionar en la vida adulta, reacciona con síntomas psicológicos.
Bien por un trato bueno aunque conflictivo, o bien por una realidad dolorosa, de la experiencia como niños en la interacción hijos-padres/madres surgirán conflictos y determinaciones que es importante revisar a lo largo de nuestro proceso de convertirnos en personas independientes.
Así, es común, que en el transcurso de un proceso terapéutico, al analizar, cuestionar y hacer conscientes las dinámicas familiares surja la necesidad de poner distancia con algunos miembros de nuestra familia o de probar formas nuevas de vincularnos. Este proceso puede generar sentimientos de culpa y tristeza, además de incomprensión, enfado o juicio por parte del círculo familiar.
Sin embargo, realizar este trabajo es necesario en el camino de hacernos adultos. Poder ver a nuestros padres o cuidadores desde un lugar más realista y justo con nuestra experiencia nos llevará a establecer una relación más igualitaria, donde también poder poner los límites que necesitamos para configurar la nueva persona que queremos y necesitamos ser.