La autoestima es un concepto que forma parte del lenguaje popular. A menudo oímos hablar sobre cómo podemos trabajarla y mejorarla, y como adultos, es común que sintamos la responsabilidad de aprender a querernos y cuidarnos mejor. Por supuesto, esto es un trabajo que podemos hacer, pero las miradas externas que vamos recibiendo a lo largo de nuestra vida tienen un impacto mucho mayor del que imaginamos sobre nuestra autoestima.
Hablaremos en este post sobre ello y sobre cómo se construye la forma en que nos percibimos.
Cuando hablamos de autoestima nos referimos a la valoración que hacemos sobre nosotros/as mismos/as, a nivel de pensamientos, sentimientos y experiencias que vivimos. Todos/as tenemos una imagen mental de quiénes somos, qué aspecto tenemos, qué se nos da bien y cuáles son nuestros puntos débiles. Diríamos que la autoestima es la valoración emocional que hacemos de ello, es decir, cómo nos sentimos con respecto a quiénes somos. Esta valoración se va formando a lo largo del tiempo, empezando en nuestra infancia.
Desde que nacemos, interactuamos con las personas de nuestro alrededor, quienes pueden mostrar interés, afecto u orgullo hacia lo que somos, hacemos o decimos, o, por el contrario, rechazo, juicio o crítica. A través de estas interacciones, especialmente con personas importantes, vamos construyendo una imagen sobre nosotros/as mismos/as. También aprendemos cuál es nuestro rol y qué se espera de nosotros/as.
Así pues, si recibimos una mirada con valor de figuras importantes, que es coherente y continuada, podremos desarrollar una mirada positiva, de orgullo y seguridad hacia nosotros mismos/as. Por el contrario, si nuestros cuidadores nos rechazan, muestran desinterés o juicio de manera mantenida a lo largo del tiempo hacia nosotros/as o partes de nosotros/as seguramente nos costará aceptarnos o interiorizar una mirada positiva, y será común que sintamos vergüenza, rechazo, o aprendamos que hay cosas que necesitamos ocultar para ser aceptados/as. Así, vamos aprendiendo qué se espera de nosotros/as, cómo debemos funcionar y cómo debemos ser para ser queridos (vistos, no criticados, aceptados, valorados…).
En definitiva, interiorizamos las miradas que recibimos de nuestras figuras importantes –que suelen ser nuestra madre y nuestro padre– y éstas nos definen. Pero, como podemos imaginar, que cómo somos, nuestras acciones y palabras sean bien acogidas o todo lo contrario, dependerá del estado de ánimo de nuestros cuidadores, de su mochila emocional, de su capacidad de regularse, de su forma de entender la crianza, los vínculos, el afecto y la conexión; entre otras muchas cosas.
Sin embargo, esta visión más amplia de la situación no somos capaces de adquirirla hasta la edad adulta. Por ello, resulta interesante revisar estos aprendizajes y construir, desde la conciencia, una mirada más real de quiénes somos. Te animamos a que te hagas estas preguntas: ¿cómo aprendiste que debías ser para que te quisieran, para sentirte visto, valorado, aceptado… para sentirte parte de tu familia de origen?