Hoy vamos a hablar sobre algo que vemos a menudo en nuestra consulta. Se trata de la sensación de encontrarse en el mismo tipo de relaciones una y otra vez, sintiendo que hay algo que se repite en el vínculo con los demás que genera malestar, frustración e incomprensión.
Todos las personas tenemos algo en común: el miedo a la pérdida, al abandono y a la soledad; pero nuestra capacidad para gestionar estos sentimientos dependerá de nuestra historia, de las herramientas que poseemos y los aprendizajes que hemos realizado. Los seres humanos, desde que nacemos, comenzamos a adaptarnos al mundo que nos rodea. A través de las relaciones tempranas con nuestros cuidadores vamos aprendiendo a leer la realidad: qué puedo esperar del otro, cuándo el otro está disponible para mí, el otro me tiene en cuenta, me atiende, o, por el contrario, no puedo contar con esa figura de cuidado, seguridad y protección siempre que la necesito. Así, vamos interiorizando una forma de entender el mundo, de darle sentido y orden, pero también una manera de vernos a nosotros mismos frente a los demás, de ocupar un lugar. Podríamos decir que nuestros cuidadores nos dan un reflejo de quienes somos. Desde aquí, salimos al mundo y comenzamos a relacionarnos con los demás.
Si hemos vivido relaciones tempranas de negligencia, abandono o pérdida, la intimidad con los demás puede convertirse en un lugar arriesgado en el que quedarse, donde nos sentimos especialmente vulnerables al rechazo o al abandono; pudiendo así desarrollar diferentes maneras de gestionar las relaciones, que pueden no resultar adaptativas en el presente. Ante el miedo a que el otro se vaya, algunas personas se aseguran de comprobar que la otra persona está disponible de forma continua, lo que puede deteriorar la relación y favorecer lo que tanto se teme; otras, ante la mínima señal o distancia de la otra persona, se alejan antes de ser rechazados.
Todos buscamos, de forma no consciente, personas con las que nos sentimos más cómodos, relaciones que nos resultan familiares, ya que esto nos da cierta seguridad y control, aunque también implique dolor, malestar, y la sensación de acabar volviendo siempre al mismo lugar. Podemos decir entonces que tener la sensación de que “siempre nos pasa lo mismo” no es azaroso, sino que también tiene que ver con cómo nos hemos construido y adaptado.
A través de un proceso terapéutico, acompañados por un profesional, podemos descubrir y comprender nuestra historia desde un nuevo lugar, lo que nos ayudará a relacionarnos en el presente de una manera más libre, consciente y satisfactoria.