Ayer llegué a casa cansado, dejé las llaves sobre unos papeles que Isabel había amontonado sobre el recibidor. Tan desordenada como siempre. De camino hacia la cocina ya escuchaba la música a todo volumen, al final un día tendremos un problema con los vecinos… Me saludó con un amable “¡vaya horas!, a lo que le respondí, “no las suficientes para que recojas tus cosas”. Ella me miró con desprecio. Me di la vuelta y fui a saludar a los niños. Parece imposible que nos llevemos como antes.
A menudo nos encontramos en consulta parejas cuya queja principal es que están atrapadas en discusiones constantes por pequeños detalles cotidianos. Señalar los defectos de manera recíproca, aquello que no nos gusta del otro, se convierte en una rutina que va desgastando la relación, ya que con el paso del tiempo, muchas de las interacciones, los espacios de encuentro, son momentos de conflicto. Y sin embargo, las discusiones repetidas no conducen a una separación real, sino que parecen enganchar aún más a ambas personas.
La experiencia de quienes se encuentran en esta situación suele ser muy dolorosa. A pesar de que en muchos casos hay un deseo de que la relación mejore, una y otra vez se ven en esta dinámica de reproche recíproco que provoca sentimientos de irritabilidad, malestar… Y con el tiempo, de soledad y tristeza. Aparece el temor a que las cosas permanezcan así para siempre o que la relación se termine.
Existen situaciones en la vida diaria que pueden favorecer la aparición de esta problemática o empeorarla, cuando la pareja se ve sometida a estrés, por problemas económicos, laborales, dificultades con los hijos, problemas de salud… Sin embargo, el hecho de que se responda de este modo ante los factores estresantes nos habla de una forma de relación que está latente y que ante una situación difícil, se hace explícita. Lejos de sentirse parte de un equipo que coopera para afrontar las situaciones complicadas, los problemas abren un cisma en la pareja.
Este tipo de conflictos reflejan una lucha de poder entre ambas personas. El poder es un elemento que aparece en las relaciones humanas y nos sirve para autoafirmarnos y sentir que tenemos un lugar de fuerza desde el que influir en el otro. Cuando una pareja entra en este tipo de dinámicas de lucha por el poder, cualquier detalle puede convertirse en el escenario adecuado para debatir quién de los dos ocupa ese lugar privilegiado en la relación. Una vez se establece esta dinámica de rivalidad, es difícil salir de ella, ya que el lugar de poder y sumisión se van alternando constantemente, hasta llegar a un punto en el que cuesta cooperar.
Por otro lado, esta lucha bloquea la posibilidad de que se establezca una relación de intimidad, en la que confiar en el otro. Para algunas personas, la intimidad en las relaciones se asocia inconscientemente a una situación de peligro, ya que sienten que las expone a ser vulnerables y pueden temer ser dañadas.
El momento de nuestra vida en el que tenemos una mayor necesidad de poder de influencia sobre otra persona, es cuando somos niños y demandamos de nuestras figuras parentales todo aquello que necesitamos a nivel físico y psicológico. Nuestras figuras de cuidado son quienes se encargan de alimentaros, vestirnos, asearnos, consolarnos… Y también de transmitirnos que somos importantes, valiosos, que ocupamos un lugar único.
Es en ese momento de nuestra vida cuando comenzamos a experimentar la dinámica en la que yo expreso lo que deseo o necesito y quien me quiere me atiende. Así pasa cuando un bebé llora y su padre le coge en brazos para calmarle, o cuando un niño tiene un problema en el colegio y su madre se sienta a escucharle y le ayuda a resolverlo. Son pequeños instantes, en los que sentimos el poder de influencia que tenemos sobre las personas que nos rodean. De algún modo, esta búsqueda de poder en la relación de pareja es un reflejo de aquel poder que un día necesitamos tener sobre nuestras figuras de cuidado.
Algunas personas viven esta experiencia temprana de poder, en la que al comunicar lo que necesito, quien me quiere responde, por lo que poco a poco van interiorizando a nivel profundo la sensación de que lo que necesito puede ser atendido y tal vez satisfecho. Sin embargo, en otros casos se puede sentir esa falta de influencia en los demás, cuando las figuras de cuidado no han estado accesibles. Nos adaptamos entonces evitando sentirnos vulnerabilidad frente a los demás, o bien buscando tener esa influencia a través de exhibir nuestro poder de manera constante, lo que nos limita a la hora de ceder o negociar.
En este caso, al llegar a la edad adulta, el vínculo de pareja puede interpretarse como un espacio peligroso, en el que necesitamos defender nuestra individualidad por temor a perdernos en la relación y salir dañados. Por otro lado, en las relaciones de pareja a menudo podemos vernos tentados a nivel inconsciente de reparar aquello que dejamos pendiente en nuestra infancia, eso que necesitamos que hubiera sucedido de manera distinta. En este caso, ejercer un mayor poder en el otro. De este modo, tenemos el caldo de cultivo para que se haga presente una batalla por el poder, en un intento de lograr tener lo que creo seguir necesitando.
Cuando tomamos conciencia de esta manera de relacionarnos, podemos ahondar en aquella necesidad de poder que tenemos pendiente cubrir. Desde este punto, la manera en la que comenzamos a percibirnos a nosotros mismos y a los demás va flexibilizándose y cambiando. Poco a poco, dejamos de tener que engancharnos en batallas para tratar de conseguir lo que queremos, para probar otras estrategias, a menudo más eficaces, basadas en nuestras propias habilidades de diálogo y empatía.
Este proceso de transformación interna se lleva a cabo poco a poco y puede ser muy beneficioso no solo para la relación de pareja, sino para cada una de las personas que la componen. Al fin y al cabo, en la pareja es donde emerge esa parte de nosotros mismos más profunda que solemos guardar.
Ayer llegué a casa cansado, dejé las llaves sobre unos papeles que Isabel había amontonado sobre el recibidor. Me pregunté cómo estaría ella, sabe por nuestras conversaciones lo importante que es el orden para mí, supongo que ella también habrá tenido un día difícil. De camino hacia la cocina ya escuchaba la música a todo volumen; recuerdo cuando me contó que le ayuda a mantenerse activa para afrontar el final del día cuando el cansancio pesa… A la vez, me preocupa que los vecinos se molesten, tendré que hablarlo con ella cuando tengamos un momento para los dos. Me saludó con un “¡vaya horas!”, que me confirma lo que sospechaba. A ambos se nos ha hecho el día eterno.