En posts anteriores hemos hablado sobre la importancia de las primeras etapas de la vida de una persona, sobre las relaciones que la configuran, y sobre cómo pueden repercutir éstas en la vida adulta. Pero, ¿cuál es la clave para que haya una experiencia de seguridad en la infancia que nos permita desarrollarnos de una manera sana y segura?
Hablaremos hoy sobre las relaciones tempranas, que son las que establecemos en la infancia con nuestros cuidadores (normalmente, nuestra madre y/o nuestro padre).
Una relación temprana sana y segura es bidireccional, es decir, no sólo el adulto hace algo que el bebé recibe. En la primera infancia, aun cuando no somos capaces de comunicarnos verbalmente, también somos una parte activa en la relación con nuestros cuidadores; respondemos a sus acciones o gestos y esto tiene un efecto sobre ellos –se sienten satisfechos, felices, realizados, tienen ganas de jugar con nosotros, etc.–. Se trata de una relación construida entre ambos y de regulación mutua. Esto, aunque parece simple, es importante porque genera en el bebé una sensación de conexión, de estar vinculado al otro; y también le aporta una experiencia de autoeficacia, de poder sobre el entorno, de capacidad para generar cambios en el otro –“cuando sonrío, el rostro de mamá cambia”–.
Por otro lado, hablamos de una relación que se establece entre una persona que tiene responsabilidad y poder, que es más sabia y más fuerte, con respecto a otra que es vulnerable y dependiente. Así, el cuidador ayuda al niño o a la niña a regular sus emociones, especialmente las difíciles, y sabe interpretarlas. Cuando el cuidador es capaz de detectar qué le está pasando al niño/a, de interpretarlo adecuadamente y de responder de una manera coherente y rápida, genera en él o en ella un sentimiento de confianza, una experiencia de que cabe esperar que las cosas salgan bien, aunque se sienta mal, de que hay alguien ahí para ayudarle. Esto es importante ya que, en la infancia, nuestros cuidadores son el espejo que nos devuelve la imagen de quienes somos; ellos son la manera que tenemos de entender lo que nos pasa. Por así decirlo, los miramos a ellos para mirarnos a nosotros mismos.
Por último, y como comentábamos en posts anteriores, no existe una crianza perfecta. Aun en las mejores condiciones, las respuestas de los padres no son perfectas y no aciertan siempre. De alguna forma, podemos decir que esto favorece el desarrollo, ya que, el hecho de que los padres sean imperfectos genera en el niño o niña la necesidad de comunicarse cada vez mejor, de probar nuevas opciones para hacerse entender. De esforzarse, de desarrollarse y de crecer, en definitiva.
¿Necesitas más ayuda en tu crianza o relación con tus hijos? Contacta con nosotros, somos psicólogos en el centro de Madrid y ofrecemos también terapias online.