La culpa es un sentimiento común, que suele venir acompañado de ansiedad y angustia, y a veces puede causarnos mucho sufrimiento. Sin embargo, no se trata de una emoción primaria o innata como lo son la alegría, la tristeza, el miedo, la sorpresa o el desagrado; es una emoción que procede del aprendizaje social, y que depende de la educación y la cultura en la que crecemos y vivimos inmersos.
Desde la infancia, vamos construyendo –y nos van inculcando- un sistema de normas y valores que nos ayuda a convivir y adaptarnos a una sociedad determinada, lo que es fundamental para sentir que pertenecemos y encajamos en los diferentes grupos sociales de los que formamos parte. Así, vamos aprendiendo a diferenciar lo que está bien y lo que está mal -según nuestro contexto familiar, cultural y nuestras figuras de apego-, comenzamos a reconocernos como personas independientes, diferenciadas del resto, y somos capaces de evaluar nuestras conductas. Esto hace que aparezcan diferentes sentimientos como pueden ser el orgullo, la vergüenza, el ridículo o la culpa, dependiendo de la forma en la que vamos aprendiendo a mirarnos.
Interiorizamos los diferentes mensajes, normas y prohibiciones que nos enseñan, configurando nuestro sistema de valores y creencias, de tal manera que cuando somos personas adultas, podríamos decir que llevamos un/a juez/a dentro de nosotros/as: adquirimos una mirada que también cuestiona, critica y juzga nuestras propias acciones, pensamientos o ideas. Así, la culpa tiene un lado positivo, ya que nos permite hacernos cargo de nuestros errores y reparar nuestras acciones, lo que es fundamental para adaptarnos a nuestro entorno social y convivir teniendo en cuenta a los demás.
Pero cuando esta mirada hacia nosotros/as mismos/as es excesivamente severa, cuando la culpa aparece de manera recurrente e intensa, además de causar sufrimiento, nos paraliza, nos encierra y no nos permite tomar acciones o responsabilizarnos del presente. Además, nos crea la falsa ilusión de que por sentirnos culpables conseguiremos reparar aquello que sucedió, aquello que sentimos que hicimos mal o podríamos haber hecho de manera diferente, y sanar lo que nos duele. Por otro lado, la culpa nos da, a veces, más poder del que tenemos: leemos aquella experiencia pasada como si todo hubiese dependido exclusivamente de nosotros/as y el otro no pudiese hacer nada por sí mismo, como si en ese momento hubiésemos sabido lo que sólo con el tiempo se puede saber, y que ahora vemos con claridad.
Así, la culpa puede trabajarse y pensarse desde la historia y vínculos que ha tenido cada persona. Desde INTRO, te animamos a preguntarte: ¿De dónde viene la culpa que siento? ¿Cómo han influido mis referentes culturales y familiares en la forma en que me miro? ¿Es esta mirada demasiado severa?